Ricardo Piglia

Sarmiento, escritor

Facundo o Civilización y barbarie [1845],
de Domingo F. Sarmiento,
varias ediciones.

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Hablar de Sarmiento escritor es hablar de la imposibilidad de ser un escritor en la Argentina del siglo XIX. Primer problema: hay que ver en esa imposibilidad el estado de una literatura que no tiene autonomía: la política invade todo, no hay espacio, las prácticas están mezcladas, no se puede ser solamente un escritor. Segunda cuestión: esa imposibilidad ha sido la condición de una obra incomparable. Sarmiento pudo escribir algunos de los mejores textos de nuestra literatura porque ser escritor era imposible. Sus grandes obras (y en primer lugar el Facundo) expresan en su forma esta paradoja central.

La euforia de Sarmiento respecto del poder de su palabra escrita es parte de la misma contradicción. Su megalomanía discursiva parece un ejemplo de la ideología arrogante del artista fracasado con la que el ensayista Philip Rieff ha estudiado a algunos políticos contemporáneos (1). Si el político triunfa donde fracasa el artista, podemos decir que en la Argentina del siglo XIX la literatura sólo logra existir donde fracasa la política. De hecho, el eclipse político y la derrota están en el origen de las escrituras fundadoras de la literatura nacional. Facundo, El gaucho Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles, las novelas de Eugenio Cambaceres fueron escritas en condiciones de autonomía forzada.

En el caso de Sarmiento, su escritura literaria está fechada (1838-1852) y no logra sobrevivir al triunfo. Después de la caída de Rosas, Sarmiento ya no vuelve a escribir: hace otra cosa, como lo prueban los cincuenta y dos volúmenes de sus Obras completas. (Hay una escena donde Sarmiento narra el fin: “En la noche fui a Palermo, tomé papel de la mesa de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos de Chile, con esta fecha, Palermo de San Benito febrero 4 de 1852”. Momento decisivo, gesto simbólico, la escritura ha llegado al lugar del poder: a partir de ahí casi no habrá espacio, ni separación, ni lugar para la literatura).

José Hernández, prófugo, escondido en una pieza del Hotel Argentino (frente a la Plaza de Mayo), luego de la derrota de López Jordán, para “matar el tedio de la vida de hotel”, escribe el Martín Fierro. Lucio V. Mansilla, separado del servicio activo del Ejército, procesado por el fusilamiento de un desertor, espera el resultado del juicio y en ese tiempo vacío escribe Una excursión a los indios ranqueles.

El ejemplo más claro (y más deliberado) de la construcción de esa distancia es el de Eugenio Cambaceres, que en 1876 renunció a su banca de diputado y a su futuro político para dedicarse a la literatura. (Y la novela argentina le debe todo a esa renuncia).

Durante el siglo XIX los escritores argentinos parecen vivir una doble realidad; hay un revés secreto en su vida pública: son ministros, embajadores, diputados, pero no pueden ser escritores. (“Yo estoy bien, relativamente bien, pero sólo estaré feliz cuando me dedique a escribir novelas”, le dice Eduardo Wilde a Miguel Cané). La literatura argentina del siglo XIX podría ser una metáfora del infierno para un escritor como Flaubert.

1. Philip Rieff: “A Last World. The Impossible Culture: Wilde as a Modern Prophet”, Salmagundi, N° 58-59, 1982-1983, pp. 406-426.

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