La elección de Donald Trump forma parte de una serie de impactantes revueltas políticas que, en su conjunto, señalan un colapso de la hegemonía neoliberal. Estas revueltas incluyen el voto a favor del “Brexit” en Reino Unido, el rechazo a las reformas de Matteo Renzi en Italia, la campaña para la nominación de Bernie Sanders por el Partido Demócrata en Estados Unidos y el creciente apoyo al Frente Nacional en Francia, entre otras. Aunque difieren en su ideología y en sus metas, estos motines electorales tienen un blanco en común: todos rechazan la globalización corporativa, el neoliberalismo y a los establishments políticos que los promovieron. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la combinación letal de austeridad, libre comercio, deuda usurera y trabajo precario y mal pago que caracteriza al capitalismo financiarizado de hoy. Sus votos representan la contracara política subjetiva de la crisis estructural objetiva de esta forma de capitalismo. Esta crisis estructural, que se manifiesta desde hace algún tiempo en la “violencia lenta” asociada al calentamiento global y el asedio mundial a la reproducción social, saltó a la vista de todos en 2007-2008 con el derrumbe casi total del orden financiero mundial.
Sin embargo, hasta hace muy poco, la principal respuesta a la crisis era la protesta social, dramática y bulliciosa, sin lugar a dudas, pero en gran medida efímera. Los sistemas políticos, por el contrario, parecían seguir relativamente inmunes, aún bajo el control de funcionarios partidarios y elites del establishment, al menos en los países más poderosos del núcleo capitalista, como Estados Unidos, Reino Unido y Alemania. Pero ahora la onda expansiva que produjo la elección repercute en todo el mundo, incluso en las ciudadelas de las finanzas globales. Los que votaron por Trump, como los que votaron por el “Brexit” y contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos. En un gesto de burla hacia el establishment de los partidos, repudiaron los acuerdos que han venido vaciando sus condiciones de vida a lo largo de los últimos treinta años. La sorpresa no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.
Aun así, la victoria de Trump no es sólo una reacción contra las finanzas globales. Lo que rechazaron sus votantes no es el neoliberalismo a secas sino el neoliberalismo progresista. Para algunos esto podrá sonar como un oxímoron, pero es una confluencia política real, por más perversa que parezca, que proporciona la clave para entender los resultados electorales de Estados Unidos y tal vez también algunos acontecimientos producidos en otros sitios. En su forma estadounidense, el neoliberalismo progresista es una alianza entre, por un lado, corrientes dominantes de nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ) y, por otro, sectores “simbólicos” de lujo y negocios con base de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se unen eficazmente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, en especial con la financiarización.
Incluso sin darse cuenta, las primeras les confieren su carisma a las últimas. Ideales como la diversidad y el empoderamiento, que en principio podrían estar al servicio de objetivos diferentes, ahora dan lustre a políticas que devastaron la manufactura y los modos de vida de clase media que en algún momento estaban al alcance de quienes trabajaban en ella.