En 1972, cuando se creía que la vuelta de Juan Domingo Perón –avalada por la evidente imposibilidad de los militares de seguir gobernando– lograría una tregua social, todo estaba, en verdad, por estallar. El abrazo pendular del líder, que oscilaba entre la derecha y la izquierda de un movimiento que escalaba la violencia sin parar, ya no podría contener las fuerzas que hasta ese momento había tenido más o menos sujetas. Según lo que le conviniera en el momento a su objetivo, justo de toda justicia, de volver a la Argentina y presentarse a elecciones, Perón alternaba con uno y otro extremo del arco político. Y su movimiento, el peronismo, concebido como una familia con “El Viejo” manejando los hilos desde lejos, pero tensionado de uno y otro lado, estaba a punto de explotar, y la explosión iba a costar sangre, como ocurre en las peores familias: las de las tragedias.
Lo que vendría después, desde afuera del peronismo, el genocidio que implementarían las Fuerzas Armadas y el sector de la sociedad cuyos intereses ellas custodiaban, todavía era, en ese momento, impensable. Aunque la inminencia del desastre fuera percibida por algunos, tal vez por los que podían escuchar el verbo en el “evita” de uno de los cánticos más populares por entonces: “Perón, Evita, la patria socialista”.
No fue más allá ni más acá: en el medio de esa inminencia, en 1972, sucedió el éxito más impactante del Señor de los Éxitos, Alberto Migré. Los martes a la noche el país se paraba para ver ¡Rolando Rivas! (taxista), como si ese día se hubiera acordado llenar de amor romántico aquello que estaba lleno de lucha de clases. A la telenovela de Migré la veían los ministros del dictador de turno, el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, quien no tuvo más opción que cambiar sus reuniones de gabinete a los lunes –como no tendría más opción que pactar con Perón–. La veían los taxistas, por eso, si no funcionaba el colectivo, había que volverse a casa caminando. La veían Victoria Ocampo y las amas de casa del Conurbano profundo. Esos martes, los colegios nocturnos terminaban una hora antes las clases. La veían los pobres, los ricos, los de derecha, los de izquierda, los hombres –fue la primera telenovela vista masivamente por varones, que se identificaban con el taxista simpático y de figura más o menos normal; no era un galán de belleza excepcional Claudio García Satur– y las mujeres: los opuestos argentinos se unieron en un consenso que, tal vez con la única excepción de los mundiales de fútbol, no se volvió a ver en el país. Esa hora, lo que duraba el capítulo los martes a la noche, fue la tregua social de 1972 en la Argentina.