En Los de abajo, la novela clásica de la literatura latinoamericana y de la Revolución Mexicana, hay un diálogo entre el campesino rebelde y el letrado solidario que gira alrededor de quién es el enemigo. El campesino rebelde que conduce a su tropa le dice que el enemigo contra el que lucha es el cacique don Mónico, que lo había hostigado en su pueblo. El letrado, con buena verba –“¡qué bien habla el curro!”, comentan los soldados revolucionarios– lo convence de que no es así. “Mentira que usted anda por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo que asola toda la nación”. El letrado –que después, previsiblemente, resulta ser un traidor– dota así a la lucha de contenidos nacionales y la saca de localismos o rencillas regionales. A la vez, da la clave de los problemas del México de las primeras décadas del siglo XX –la novela fue escrita en 1917 en El Paso, es decir, en la frontera con Estados Unidos–: el gran obstáculo para los revolucionarios es el caciquismo.
Los caciques habían ejercido un poder autoritario y a menudo cruel de un modo no institucional y no reglamentado. Podían esconderse en la figura de un dentista (como en los cuentos de Gabriel García Márquez) o en redes de poder no siempre transparentes basadas en la lealtad y la obsecuencia. En el período llamado moderno, el caciquismo fue visto como una rémora, un obstáculo o directamente como un enemigo de la civilización. Sus detractores, a menudo amparados en el convencimiento de que racionalidad y modernidad iban de la mano, pensaron que solo se trataba de extirparlo. Pero los hechos de la historia, como suele ocurrir, arrasaron con todo: no solo no se terminó con el caciquismo sino que más bien este adquirió nuevos vigores, y hoy puede decirse que –bajo nuevas formas– todavía domina en buena parte del continente.
Entre estas nuevas formas que asumió, una de las más curiosas es la del cacique marginal, que ya no solo aplica la ley arbitraria e injustamente –por lo que deja de ser ley– sino que también la transgrede cuando lo necesita. Ocupa el lugar de los poderosos, con buenos contactos en el Estado, como el de los transgresores que deben operar en la clandestinidad y la ilegalidad. Los corridos de la Revolución que supo compilar Vicente Mendoza y que contaban las historias de los caudillos y de la soldadesca revolucionaria se transformaron en narcocorridos que celebran a los narcotraficantes. Los bandidos –como lo fue, por ejemplo, Pancho Villa– podían suscitar simpatías y su violencia podía redirigirse hacia objetivos más nobles; el narco, en cambio, no admite estas metamorfosis.